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El Sitio de la Tradición Gaucha Argentina
NUESTRAS TRADICIONES
EL AMBIENTE

 

 

 

LAS POSTAS (1826)

JOHN A. BEAUMONT

 

Una vez pasadas las quintas de los suburbios, más próximos, el campo se convierte en una llanura sin cultivo alguno, de pasto generalmente reseco por el sol. Ciertos lugares del camino, intransitables en invierno por los grandes pantanos, están ahora cubiertos en toda su extensión por un polvo fino que, al ser removido por los caballos, hace casi sofocante el aire, de por sí muy caliente. El precio pagado en el trayecto de la primera posta —cuatro leguas— es más caro que en los subsiguientes. Asciende a un real por legua y por cada caballo. Nunca pude saber cuál era la razón, la diferencia en la calidad de los caballos es muy notable; los que se montan en la ciudad son, casi siempre, pobres jamelgos que apenas si pueden hacer su trabajo, mientras que los de la campaña, elegidos entre manadas de caballos jóvenes, son generalmente vigorosos y listos. Los guías de la ciudad son, asimismo, menos entretenidos y alegres y mucho más tunantes que los muchachos que se encuentran en todo el camino por la campaña; y las dificultades que se oponen al viajero para salir de la ciudad son en extremo mayores que las que pueda encontrar al hallarse cómodamente haciendo su camino en el campo.

Al entrar en el rancho de la primera posta donde habíamos resuelto esperar la brisa del atardecer, había en él cuatro gauchos y tres mujeres, la abuela, la madre y la hija; media docena de perros grandes estaban echados en un rincón; un pobre bebé era mecido en una cuna, o más bien en una pieza de cuero suspendida del techo, y aves de corral de toda edad y tamaño, pavos y patos, ganaban cualquier espacio libre del rancho. Algunas de estas aves dormían su siesta sobre los cuerpos de las personas acostadas; una había trepado a la cuna de cuero y parecía divertirse con el balanceo. El concierto resultante de esta reunión de familia, disonaba en verdad; los gauchos roncaban ruidosamente, las mujeres discutían, los pavos hacían su ruido peculiar, parpaban los patos, y los perros, cuando se vieron perturbados por nosotros, pusiéronse a gruñir y a ladrar. En este rancho, lleno como estaba de bote en bote, no podíamos encontrar sombra, y no había más que quedarnos al raso bajo el sol quemante (porque no se veían árboles ni arbustos por ninguna parte), o bien proseguir la marcha. Entre dos males, elegimos el menor y resolvimos seguir hasta la posta próxima. El maestro de posta, no sin algunos rezongos, por la locura de hacer trabajar sus caballos con el calor de aquel día, los hizo traer al corral y media hora después estábamos montados.

Apenas dejamos esta posta, pude observar en el campo algunos cardales dispersos, pero antes de haber hecho la primera legua, ya cubrían toda la llanura y el camino iba por las sendas o atajos abiertos entre los cardos. Estas sendas, en ambos lados, estaban minadas por las cuevas de las vizcachas y para evitarlas teníamos que andar con mucho ojo. La segunda posta era bastante mejor que la primera; el rancho más grande, provisto de puertas con bisagras, y entre otros muebles tenía varias sillas con respaldo alto y había estampas de santos. El maestro de posta era aquí una mujer, no mal vestida, que nos recibió con atención; la hija mayor preparaba el mate para la familia; la más joven estaba en cama y sufría un fuerte resfriado, adquirido —según dijo la señora mayor— por haber estado en el pozo durante todo el día anterior. No era para sorprender que una joven encerrada en tal sitio, se hubiera resfriado; pero sentimos curiosidad por saber cómo y por qué había estado ahí, y pedimos explicaciones a nuestra hospedera. La señora nos informó entonces que, en el día anterior, una quemazón, como llaman al incendio de los cardales, se había extendido por varias leguas a la redonda amenazando con destruir la casa; y por ese motivo había hecho lo posible por salvar su escaso mobiliario poniéndolo dentro del pozo, al cual habían bajado ellas también para resguardarse; pero, por fortuna, el viento cambió en el momento en que esperaban ver envuelta en llamas la propia casa. La señora más anciana hizo este relato con mucha gravedad y atribuyó a la intercesión milagrosa de San Francisco (cuya estampa colgaba de la pared a la cabecera de su lecho), al que tenía hechas muchas promesas para el caso de salvar su vivienda. La única promesa que mencionó fue la de no dar fuego a ningún gaucho para encender su cigarro, a menos que se comprometiera a fumarlo dentro de la casa, porque de la costumbre de arrojar las colillas de cigarros encendidos entre los cardos, procedían, según ella, estos accidentes destructores y estaba decidida a cumplir estrictamente lo prometido. Estas quemazones son muy frecuentes en el verano, cuando los cardos, secos por el sol, son combustibles, y al tomar fuego, las llamas son llevadas por el viento a gran velocidad y sólo se detienen al llegar a algún sitio donde no crece esa planta o por algún cambio de viento. Hasta los hombres y los caballos son con alguna frecuencia sorprendidos y aniquilados en tales circunstancias.

 

LAS POSTAS (1855)

B. VICUÑA MACKENNA

 

Las pampas no son tampoco, como se han pintado, una inmensa soledad comparable sólo a los desiertos africanos. En los últimos treinta años deben haber variado mucho porque en estos tiempos de infinito adelanto hasta las pampas progresan.

Su sociedad es escasa y singular, es verdad, pero en sí mismo muy activa. Hay en las 200 leguas que separan Rosario de San Luis, hasta una media docena de aldeas de 200 a 500 habitantes, entre las cuales la Cruz Alta, Fraile Muerto, Villa del Río IV y San José del Morro son las principales. En realidad se componen de grupos de gente y de ranchos que el temor de los indios ha hacinado alrededor de esos fuertes rectangulares formados de pencas o quioscos, que abundan en las pampas y que tienen que contar tanta historia triste de triunfo o derrota para el salvaje del desierto. No hay una sola posta, en toda la superficie de la pampa, que no haya sido alguna vez asaltada, ni un solo hombre que yo haya encontrado en mi camino que no cuente sus peligros o el de sus mayores, algunos de los cuales pereció si era hombre o murió en cautividad si era mujer. Y sin embargo ellos están ahí sin alarmas, sin porvenir, ni pan, ni vestido, pero viviendo como viven las vacas, gordos y sanos como criaturas del Paraíso.

Estas tristes aldeas aparecen como puntos imperceptibles, en medio de los vastos territorios que las rodean. Cada habitante podría medir su propiedad (si alguna hubiera) por leguas cuadradas, y le sobrarían todavía terrenos para formar una estancia tan grande como una provincia de Chile. Esa abundancia de espacio y la pequeñez de los recursos que ofrecen, dan a la sociedad de la pampa un espíritu particular de actividad y movimiento. El gaucho de la pampa está siempre a caballo y el caballo siempre al galope. Todos son hijos de la posta, todos son postillones, nacen con el rebenque en la mano, la espuela en el talón, el dedo desnudo en el estribo triangular...

Se puede decir que la gente de las pampas tiene un solo padre, algún testarudo gallego, primer maestro de postas de los desiertos, de quien han nacido los otros cuarenta maestros que existen hoy. En el día, todos los casamientos se hacen de posta a posta', casi todas las mujeres casadas con quienes he hablado eran de la posta vecina, y yo mismo he traído a las hermanas y a las madres los recaditos que de una posta a otra se envían ellas entre sí. En la posta de Cruz Alta encontramos un anciano ciego que tenía 80 años; ese hombre jamás había salido de aquel sitio ni de los campos vecinos; no conocía Córdoba, que dista de ahí 50 leguas, ni Paraná, que no está tan lejos. Y así son todos estos raros mortales; por esto las postas son para ellos lo que para nosotros las grandes ciudades, y aquí se dice la Barranca y la Quebrada, que distan 10 leguas entre sí, con el énfasis que diríamos entre nosotros La Serena y Concepción.

De la ponderada abundancia de animales, que según Azara llegaba a principios del siglo en todo el país a doce millones de cabezas, no tuvimos muestra alguna que justificara las antiguas exageraciones. Días enteros hemos andado en la pampa sin encontrar un solo animal. De cuando en cuando alcanzábamos algunas arrias de vacas y muías en dirección a Mendoza y Chile, pero rara vez vimos ganados criollos paciendo en abundancia, y sólo las tropillas de muías cordobesas animaban de tarde en tarde la desierta perspectiva y nos hacían reir con su extraña curiosidad, pues, apenas avistaban el carruaje, galopaban en grupos de 40 y 50 y se acercaban al camino, olfateando, echadas adelante las orejas y mirándonos con gran asombro.

Vimos muy pocos animales salvajes; el primer día de nuestra marcha contamos hasta 39 gamos, o ciervos sin cuernos de las pampas, equivalentes al pudú de nuestras selvas y praderas meridionales. Pacen en grupos, y muchas veces intenté tirarles con mi rifle, pues se ponían a mirarnos a 3 ó 4 cuadras del sendero, pero siempre esquivaban mi puntería con la rapidez de su carrera y la ligereza de sus movimientos. No encontramos un solo avestruz, excepto una pareja domesticada que había en una posta; las vizcachas, especies de caipos terrestres, tan grandes como la zorra, pero mucho más gruesas, abundan en toda la pampa, y salían de sus enormes cuevas horadadas en la orilla del sendero, cuando los postreros rayos del sol les anunciaba la cercanía de la noche. Una tarde, cerca del Río Cuarto, aposté una carrera con una zorra que al fin me ganó, más por maña que por fuerza, pues se me escabullía de las patas del caballo, y fue el único animal de su especie que encontramos.

 

CASA DE POSTA (1856)

PABLO MANTEGAZZA

 

Si no vais muy cómodos, os consuele la rapidez con que los seis caballos montados por otros tantos gauchos harán volar la diligencia por sobre las tiernas hierbas de la pampa. De todos los seres animados e inanimados que forman vuestro convoy, el último en importancia y valor es el pobre caballo que os arrastra; por eso no tengáis remordimiento si veis que a algunos de ellos les chorrea la sangre de sus flancos demasiado a menudo, picoteados por las inmensas rodajas de los postillones, o si la baba espumosa de su boca se vuelve roja. Corre por delante una tropilla de caballos que, siguiendo la campanilla de una madrina y los gritos de un postilloncito que los guía, están listos para reemplazar a los compañeros ya cansados por el largo galope...

Todo aquel viejo arreo, tal vez salido de una vieja fábrica española, con sus pinturas provincianejas y sus multiformes apéndices, parece un tosco animalazo fantástico, y a sus ventanillas asoman las más disparatadas fisonomías: desde la cara esbelta y morenita de una criolla hasta el rostro leonado de un blanquísimo hijo de Albión; desde la mirada intrepidísima de un gaucho rugoso y curtido, hasta la cabeza semititánica de un prusiano del norte. Y todos aquellos hombres de los países más lejanos son llevados a vuelo por seis caballos horrendos y flaquísimos, dirigidos por seis endemoniados postillones que, con sus látigos, sus sombreros de Panamá y el revoloteo de sus ponchos y chiripas multicolores forman un cuadro, al que lo horrendo y lo raro agregan una escena nueva llena de vida y colorido.

El acontecimiento más importante de la jornada es el arribo a la última posta, en que las dos urgentísimas necesidades del alimento y del sueño, vuelven sabrosa la pobre cena y la pobrísima cueva que os esperan.

 

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